lunes, 16 de noviembre de 2009

Rechiflas

Pasar la prueba de la Plaza Pública no es fácil. En la vida reciente de México se recuerdan históricos abucheos como el que recibiera Gustavo Díaz Ordaz el 12 de octubre de 1968 en la inauguración de los Juegos Olímpicos y el de Miguel de la Madrid en la inauguración de la Copa del Mundo de México en 1986. El pasado miércoles, Felipe Calderón recibió su dosis de repudio popular sin el tamiz de las encuestas o de las televisoras. Lo más significativo es que el abucheo ocurrió en Torreón, Coahuila, una región donde el PRI y el PAN tienen mayoría y donde el PRD apenas pinta (en el pasado proceso electoral local de octubre, el PAN obtuvo 86,131 votos, el PRI 132,552 y el PRD tan sólo 2,640).

Por lo tanto, el repudio generalizado al presidente (que las televisoras intentaron censurar y los diarios nacionales comentaron marginalmente) en territorio priista que hasta hace tres años fue panista, no puede ser atribuido a los seguidores de Andrés Manuel López Obrador o la izquierda. Tampoco es una región donde haya presencia del SME o de otro grupo enfrentado directamente al gobierno.

La realidad es que el presidente fue abucheado por un estadio en su conjunto. Algunos atribuyen esto a la situación nacional, otros al exceso de alcohol e incluso algunos a la falta de éste ya que por disposición del Estado Mayor Presidencial la venta de cerveza fue restringida en una plaza donde tradicionalmente se consume en grandes cantidades.

Haiga sido como haiga sido, el hecho concreto es que Calderón no pasó la prueba de la plaza pública. Gobernar siempre tiene un costo en la popularidad de los políticos. En fechas recientes hemos atestiguado la estrepitosa caída en los niveles de popularidad del presidente Barack Obama de los Estados Unidos quien de acuerdo a la empresa Gallup arrancó su gobierno con un índice de aprobación del 69% contra el 13% que desaprobaba la manera de gobernar. En el conteo más reciente del 13 de noviembre, esto es, a poco mas de 9 meses de haber asumido el cargo, los números han cambiado y sólo el 53% aprueba la gestión del presidente contra 38% que la desaprueba.

Es verdad que los gobernantes no deberían de tomar sus decisiones en función de la popularidad de éstas. Pero también es una realidad que las encuestas (a boca jarro o con método; en el estadio o telefónicas) reflejan estados de animo de la población y que no se puede gobernar de espaldas al pueblo con el argumento falaz de “estar haciendo lo correcto”. La clave de un buen gobierno es modular la toma de decisiones amargas y mezclarlas con acciones de gobierno y políticas públicas que ayuden a los ciudadanos a tener una vida mejor. Si todo se convierte en sacrificio constante de un lado sin recompensas, la sociedad se crispa y termina por reventar.

Lo difícil es medir como en la suerte de varas de la tauromaquia, la cantidad de castigo que se le infiere al toro. Los pueblos son nobles y saben aguantar el castigo pero siempre que el líder sea quien predique con el ejemplo. No se le puede exigir continuamente a los más desprotegidos que sean precisamente ellos los que hagan los sacrificios en beneficio de los privilegiados a los que únicamente les toca recibir. Una vez más: el sistema pretende que cuando haya ganancias éstas sean privadas pero en caso de perdidas se conviertan en públicas.

Mucha de la ira popular viene del bombardeo sistemático al que nos someten gobiernos de diferentes divisas que anuncian con bombo y platillo sus faraónicos informes de gobierno. La rendición de cuentas es parte fundamental del desarrollo democrático de cualquier democracia. Sin embargo lo que atestiguamos en éstos días no se asemeja a la rendición de cuentas sino a la vil promoción política con fines electoreros, utilizando para ello los recursos públicos que deberían de ser empleados en obra pública, salud e infraestructura y no en engordar las fortunas de los concesionarios de la radio y la televisión.

Siendo el mexicano un sistema paraguas donde lo que hace la cabeza lo replican los de abajo, hoy “informan”, además del Presidente de la República, los gobernadores –modernos señores feudales¬– de cada una de las 32 entidades federativas, los alcaldes de cada uno de los 2438 municipios de México –y los 16 jefes delegacionales del DF¬–, los legisladores federales –128 senadores y 500 diputados– los locales –46 en el caso de Guerrero¬– e incluso los regidores.

Los informes no son, desafortunadamente, ejercicios de rendición de cuentas, sino plataformas construidas con dinero público para la promoción personal de los políticos que siempre están pensando en el siguiente escalón de sus carreras políticas.

Cuando Fuenteovejuna abuchea al Comendador, es momento de preocuparse. La popularidad no la dan las encuestas a modo y la evaluación de los gobiernos no se da en eventos preparados a modo con aplaudidores acarreados para el efecto. La rendición de cuentas, la transparencia y el uso eficaz y republicano de los recursos públicos se encuentran irremediablemente unidos en las democracias modernas. No es lo mismo informar que aprovechar los aniversarios para autodestaparse.

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